Tuesday, March 07, 2006

Hoy enterramos a Pancho, el novio y compañero de Marisel.
No sabemos por qué alguien elige tomar un día su auto y bajar en un cerro de una cuidad como esta para no volver a salir nunca. No sabemos lo que piensa en el trayecto. No sabemos nada de una despedida como esa. Pensaba en ella o tal vez ya no pensaba en nada. Los que estudian a los suicidas dicen que hay un momento previo al abandono de la vida en que se abandonan los lazos y los pensamientos.
Y yo creo no entender pero intuyo que los que estudian a los suicidas no saben nada de esa última vez que se recorre el camino entre una cuidad y un cerro.
Y qué se hace con la novia tan bella y que recorre ahora las calles con ojos de sonámbula.
Que otra cosa sino pedir perdón por haber construido una casa en la que tal vez faltó el sillón donde los amigos pudieran llorar sin decir nada. Perdón porque en la última conversación y como siempre hablamos demasiado de nosotros mismos. Por haber hecho de nuestra casa un lugar frío en el que encontrar el último disco o libro de moda, pero no abrigo.

2 comments:

manán said...

"Y qué se hace entonces con las magnolias, esas flores, cuando se sabe de antemano que sólo existen para el terror -o deleite-de los que como nosotros, han decidido hacer del jardín espejo y cuadro, papel de los lamentos, al final: muro.

-Insoportable costumbre la de caer enteras del tallo como las cabezas de nuestros amigos, amantes, parientes-.

Y si todo es cuestión de voluntad
he aquí la nuestra:

observar la flor
su estela roja

(dominio sobre la mente y la tarde)."

Y hablábamos de lo que nos quería decir ¿Dios? en los acontecimientos y más en las personas que nos rodean.

manán said...

Si la noche es un hospicio sin madriguera, el día un campo abierto con la sed a mitad de camino. Poesía de párpados negros, por aquí firma el círculo su promesa de oscuridad. Por esta esquina redonda sigue lo que sigue, pasa la sombra, da vuelta sin querer mirar. Lo que tarda un río en contemplar el tiempo que representa con su cintura acuática. Lo que espera un pie por seguir al otro en su perpetua emboscada y continuar hasta el mar. Lo que la mano tarda en ponerse en la visera del ojo y el ojo en interrogar al cristal de los muertos por una baratija que se hace relámpago, la horca del horizonte colorada como un espectáculo de oro. Si ésta es la aleación de todos los relámpagos, yo no quiero seguir. Si éste es el silencio que intercepta las hélices y recorta la nube del inmenso reflejo, yo no quiero seguir. Si éste es el ingenio de dios sobre las aguas, no quiero conducir el carruaje y caminar hasta quemarme la frente. Porque este carromato soy yo y el caballo soy yo y esta cicatriz que gobierna el camino soy yo. Ando en las afueras del sol como un hereje sin juicio, un collar absurdo en la tumba de los reyes, un vino clarísimo que espera en la copa para envenenar la sangre, un animal sin violencia pero que trae muerte. Entonces encuentro los colores que deja el tatuaje en el árbol desorbitado y sigo por un filtro de arena. Por la puerta de esta derivación me deshago hasta el interior del pozo y su nervio de oscuridad, su oído escrito antes del alba, su grano en medio de la niebla como una brasa intermitente, un solo punzón para esta red lluviosa, un solo alacrán para toda esta escombrera: el dilema místico del declive, la herida de ida y vuelta al matadero, el tufo de la aridez, el mal olor de boca y el exceso de sangre, la res de dios, el fuego estoico que otorga resistencia a la mano y su sintagma en el destino de las tormentas, la carne de los hombres donde vibra el sueño de las catedrales. Todo lo que ante mí descansa y sin embargo engendra, alimento y azar, destrucción y regreso, la vasija y su agua callada en mitad de la sombra igual a la lengua del deseo. Esto es lo que tengo que decir, esto declaro en la aduana como único ojo para caminar sin permiso: aquí pende el ahorcado, éstas son las piernas de la verdad donde termina el mundo. (J. B.)