Sunday, September 23, 2007

Mamá nos había enseñado a ver al pequeño dios que habitaba en nuestro jardín. Y para eso “deben quedarse muy pero muy quietas” decía con voz de cantar. La voz de mamá como vuelo de mirlo o galleta de miel.

El dios pequeño: sentado sobre las hojas de cedrón o dormido dentro de un durazno.

A veces mamá lograba que se posara en una de sus manos. Eso era cuando estábamos “muy pero muy quietas”. Entonces el dios respiraba por un segundo al ritmo de las cosas. Imaginábamos su pequeño corazón de mora, nuestro pequeño corazón de mora y el corazón de mamá: vuelo de mirlo, raíz, galleta de miel.

Thursday, September 20, 2007

A esos seis niños que a esta hora están durmiendo en la Baldufa:

Al final del pueblo quedaba el río. Y había otros niños ahí. Niños que pasaban del aire al agua como una especie desconocida de pez pájaro, saltando de piedra en piedra, así: uno, dos, tres. A veces salían del fondo del agua con un cangrejo en la mano como si se tratara del fruto de un árbol rojo, que sólo ellos podían ver. Otras simplemente se sentaban a la orilla a tirar pequeñas piedras que parecían bailar: así: un, dos, tres.
Los niños del río nunca llevaban zapatos y no iban a la escuela. Cada verano desaparecía alguno en el fondo del agua: volvía a su jardín y se transformaba en pez. Así: uno, dos, tres.
Han pasado meses sin retomar el blog. Se me pasan los días no se bien en qué. También ya va ser un año desde que me vine a España. Debo reconocer también que me ha tomado un año empezar a querer este lugar. Hoy venía caminando por El Raval (un lugar en el que no sabes si estas en alguna calle de un país de Asia Central o en un suburbio latinoamericano, el barrio de los inmigrantes) y me di cuenta de que después de haber venido muchas veces a punto de llorar, cansada de trabajar de camarera o teleoperadora, hoy venía feliz, mirando como el verano se va.
Cuando le dije a mi jefe chileno, mi querido Julio, que venía a España a estudiar, me dijo que me venía a España, pero que no sería a estudiar precisamente. Tenía razón. Ha pasado un año y lo que menos me importa es el master que comienza de nuevo ahora en octubre. En realidad me importa, pero ya no es la importancia que tenía un año atrás.
Durante los últimos cinco meses he estado trabajando en el archivo de una mutual. Los dos primeros meses pensé que me volvía loca (eran nueve horas al día, revisando carpetas con expedientes de trabajo, guardando y buscando papeles) los dos siguientes seguí muy de mala gana, y el último, no puedo decir que me gustó, diré que me lo tomé un poco mejor. Miraba las fotos, leía las cartas que enviaban, el tipo de trabajo que tenían, me imaginaba que hacían al salir de ahí. De pronto me sabía casi de memoria la historia de las dos mil carpetas. De pronto le tomaa algo parecido al cariño a las cosas más improbables.
Mañana es mi último día en el archivo. Tuve una especie de “ascenso” y de ahora en adelante me dedicaré a tramitar papeles, en la misma mutual, para el ministerio del trabajo. De pronto me encontré no feliz, pero tranquila, con mi futuro próximo de oficinista.
España ha sido un vuelco tan improbable.
No ha sido nada fácil, pero finalmente ha sido bueno. Y aquí comienzan las deudas afectivas. Mi Rafa que ha estado ahí sin importar que yo estuviera llorando como niña de cinco años, porque no quería ir al trabajo al otro día. Su paciencia infinita y las pocas palabras, la simplicidad que, aunque se lo haya dicho poco, tanto amo. Finalmente cuando ya no habían palabras que me hicieran ver que todo estaría bien, sus abrazos. Verlo levantarse casi sin quejas para ir aun trabajo que sé que tampoco es lo que soñaba, fue lo que mucha veces me dio la fuerza para ir otra vez más al archivo. Saber que al llegar a la casa si el cansancio no nos había matado, iríamos a comer algo a la pizzería argentina o al pakistaní, fue lo que me hizo seguir revisando carpetas. Lo pienso ahora, cuando es de noche y se que mañana será el último día en un trabajo del que difícilmente me olvidaré.
Cerraré la última carpeta con algo parecido a la gratitud, al amor de quien aprendió algo donde menos lo esperaba. Julio tenía razón. Me despediré de María Ángeles, de Noemí, de sus sueños por cambiar el escritorio por cualquier lugar lejano.
El dios de las cosas pequeñas, que no sabe de libros, que no sabe decir que hay tipos de vida que no vale la pena vivir. El dios que sabe de su pequeñez y que la acepta sin pensar en nada porque no está para pensar en nada trascendente. Ha pasado un año. Mi querido dios pequeño, vine de tan lejos para encontrarlo.